Nunca me mudaría a una casa con techos con
humedades. Por más que los dueños se ofrecieran a arreglarlos y dejarla como
nueva, no me mudaría. Es de mal augurio. ¿Usted cree que es un caño? No
querido, con todo respeto déjeme que le diga que usted no sabe nada ni de casas
ni de caños. Despabílese: si tiene goteras crónicas que van y que vienen según
capricho, entonces tiene una de ánimos inestables en el piso de arriba; si
tiene goteras grandes y repentinas, seguro algún desastre, lágrimas de
desconsuelo. Pero peor aún, si aparecen abruptamente y desaparecen en un mismo
día, en todas las semanas y durante más de un mes. Agradezca si no vienen
acompañadas por vibraciones en los espejos y vidrios, y gritos poco modulados
que parecen de tortura, interrumpidos por ahogados silencios. Resígnese a tener
un año de perros y todo gracias al recién nacido.
Anselmo Riega, el de la inmobiliaria, me lo
reconoció el año pasado. Lo más curioso fue que me invitó a tomar un té a su
departamento y en el medio de la visita, la vecina de abajo casi tira la puerta
a timbrazos. Ni bien le abrió, la mujer le increpó que el plomero lo había
estado esperando toda la tarde para ver la pérdida de la cocina. Que antes
cuando Emilia estaba a cargo de la casa, esto no pasaba. Y no más la vecina
pronunció el nombre de la difunta esposa, a don Anselmo se le llenaron los ojos
de agua. “Una basurita”, dijo, “si me disculpan” y fue a enjuagarse la mirada.
A partir de ese día, me visita todas las tardes. A veces vamos juntos al
cementerio y damos un recorrido. Cada cual saluda a los suyos. Parece que su
vecina ha dejado de quejarse. Parece que el plomero pudo por fin identificar el
caño que filtraba y arreglarlo. Yo igual soy una convencida de que las paredes
hablan, de que las paredes se quiebran como sus propietarios. No lo digo por
Anselmo. Ojalá se le haya pasado la pena. Pero las paredes delatan. Muros de
los lamentos, querido, tenemos todos. Algunos más discretos, algunos más
elocuentes.
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