Hay meses donde vivo amarrándome a los objetos. Me prendo de la tasa de café, de la silla, del colectivo, de la
bici, del abrigo, de los anteojos como si en ese acto se me fuera la vida. Como
si hubiese huracanes invisibles alrededor, fantasmas de un mundo subrepticio
arrastrándose entre los rincones, detrás de las puertas, en los pasillos,
debajo de la cama, listos para tragarse la tácita fidelidad de los objetos
cotidianos.
La gente alrededor mío no entiende o no alcanza
a entender mis manías. En los tiempos difíciles, monto guardias de día y de
noche para supervisar que todo esté en su lugar, que nada esté fuera de mis
radares. Claro, en esas épocas termino exhausta.
El médico dijo que intente describirle cómo son
esas fuerzas. El muy idiota cree que estoy loca. No sé da cuenta que todo lo
que viene también se va pero yo me quedo. Así que con la ayuda de algunos
trucos que he ido descubriendo, me las apaño para seguir adelante.
Cuando el pico de mi obsesión pasa y el pánico
desciende algunos puntos, dejo de dar cuerda al reloj y puedo acostarme en mi
gran cama con un gran libro segura de estar conjurando un hechizo infalible
contra todos los vandalismos pretéritos y futuros. Hay un perímetro exactamente
delimitado que los puff –como últimamente
se me ha dado en llamar a estas fuerzas– conocen y no se atreverían a invadir.
Ahí, en esos momentos, es cuando aparece lo blanco y puedo estar segura de que
el tiempo es hoy.
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