Nunca me gustó vivir o lo que la gente llama vivir. Sí, así en cursiva refleja mejor
ese lirismo tan patético que la gente le imprime cuando te dice: “a la vida hay
que vivirla”. Cada vez que escucho a las personas replegarse como ejércitos a
sus listas en esa cancioncita me da como calambre y los oídos se me ponen mal,
como si escuchara el ruido que producen los cubiertos al rayar un plato.
En sentido estricto, desde que entré en la
adolescencia odié la vida. La odié porque nunca funciona como se supone que
tiene que funcionar. Como uno espera que funcione, lógicamente hablando. Por
eso me dediqué a diseñar cubículos perfectos en mi mente. Verán, uno arma ideas
de la vida o de cómo quiere que se desarrolle una secuencia de eventos, pero en
sí, la vida, esa cosa que pasa a través y a pesar de nosotros, siempre hace lo
quiere. ¿Qué es la vida sino la absurda suposición de eventos fortuitos en los
que uno pretende tener un poco de protagonismo?
Cuando era chico siempre me fascinaron los
juegos de ingenio. Del mismo modo que adoraba la lógica, despreciaba cualquier
juego de azar. Esas partidas de cartas o de dados que nada tienen que ver con
el ejercicio, con la disciplina mental, con el sutil equilibrio que emplea, por
ejemplo, un ajedrecista al contemplar las infinitas posibilidades de una
jugada en su sola mente hasta decidirse por un movimiento. Un auténtico gesto
de la voluntad individual, expresado en un único desplazamiento de la mano en
el espacio. Jaque. Esa era mi especialidad. Ganaba todas las olimpíadas y
campeonatos de ajedrez, era el mejor del barrio, y el mejor de la ciudad para
mi edad.
Con el tiempo, ese desafío que sentía en cada
partida comenzó a desteñirse, como a deshilacharse. La idea de competir con
otros me resultaba extremadamente ingrata, incluso la idea de asistir a todos
los inconvenientes que tenían esos campeonatos me desagradaba. Cada vez más me
fui interesando por imaginar formas imposibles, vicio que me obsesionaba desde
que tengo uso de razón. A lo que le llamaba: armar cubículos en el aire. Los
cubículos de aire son el equivalente de los espacios de aire luz que hay en los
edificios. Solo que a diferencia de los de los edificios, los cubículos no se caracterizan
por tener formas cuadradas sino combinaciones de ángulos que a cualquier
matemático le parecerían obscenas. Zonas donde, hasta el día de hoy, me puedo
mover libremente, sin el peso del cuerpo, sin el peso de la gravedad, sin el
peso de mis congéneres, ni del mundo y de sus vaivenes.
Lo único que crispa a los cubículos son los
graznidos de hembras y machos que se cuelan entre las persianas del
departamento. Pero peor aún, son los gritos de insectos desaforados que se
filtran por un gol de cuarta que ni siquiera hicieron ellos. Los típicos rugidos
al pulmón de manzana los sábados y domingos por la tarde, expresión máxima del
juego jugado por otros, de la miseria de los que dicen “a la vida hay que
vivirla” alabando victorias y proezas ajenas.
Por suerte no me dejo llevar. Practico la mecánica más rudimentaria ajustándole la tuerca a cada uno de mis tornillos diariamente.
Los aceito. Los calibro. En la realidad hago objetos de madera y de metal, perfectos
aunque claro, perecederos. Dedico lo que puedo de mi libre albedrío a hacer
juguetes, la mayoría, de ingenio. Cubos mágicos, 4 en línea, rompecabezas de
todo tipo, tangram, poliedros, zenkus, juegos de encastre y muchos otros. Mis
preferidos son los de encastre, pero los de la línea de encastre avanzado. Los
que tienen un trabajo de tallado tan perfecto y minucioso que la pieza no
podría encajar en ningún otro lugar ni de ninguna otra manera.
Muchos de los juegos que hago los compran los
chicos. Y otros muchos, viejos que ocupan lo que queda su tiempo libre como
pueden. Los chicos, o más bien, los padres los compran para que sus hijos
aprendan algo que nunca pasará pero que a todos desde que nacemos nos enseñan a adorar: la lógica. La causa-consecuencia. Si yo muevo esta ficha, entonces el
juego tendrá una solución. Si yo pongo esta pieza en este lugar y de esta
manera, entonces encajará. Si planifico una acción, entonces sucederá.
Los viejos tienen otras razones que
particularmente me resultan de lo más misteriosas. Supongo que algunos lo hacen
para ejercitarse. Para ejercitar sus manos, su cabeza, sus neuronas. Otros para
agilizar la memoria y la atención. Y aún otros por el simple hecho de repetir
ese deseo, eso que siempre se buscó y nunca se encontró. O no del todo. O bien
esquivo. Pero ahí está el juego para salvarle las papas a los malos ratos de la vida. Y quién sabe si la vida o el juego están en lo cierto. Tal vez si el
juego nunca hubiese existido, tal vez entonces pudiésemos esperar otra cosa de
la vida. Pero alguien ya se encargó de tirar los dados antes que nosotros, y
desde el momento x en que los dados
rodaron, todo el resto también.
Por eso a mí que no me vengan con cuentos
de lo maravilloso de la adrenalina del vivir. Del éxtasis de la incertidumbre.
De lo excitante de la improvisación. Yo prefiero mis cuadrados y mis esferas
fantásticas y perfectas, donde todas las piezas siempre encajan, donde el
barniz de la madera brilla y el metal se siente frío entre los dedos.
Yo prefiero mis cubículos de aire donde
una habitación puede tener un techo inclinado hasta el absurdo y no
derrumbarse, donde la luz flota tranquila entre los espacios y no hay ninguna
calma que anteceda a ningún temporal.
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