Bianca está enferma hace una semana. La veo
decaída. Ignora con descuido los bollitos de aluminio que le dejo -simulando
descuido- sobre la mesada de la cocina. Hasta el pelo parece que lo tiene más opaco. Pasa
las esquinas con la cabeza gacha y despacio, como si temiera encontrarse con su
sombra. Durante las tardes se queda quieta. Parece una esfinge condescendiente,
dejándose tocar por los últimos rayos de sol que dan frente a la ventana. Eso
sí, con los párpados cerrados.
La llevé al veterinario ayer a la tarde. Tiene unos
bultitos alrededor del cuello. "Un tumor", me dijo sin levantar la vista. Y
desprecié esa miseria humana. Ese quitarle a uno los ojos, ese quitarle a uno
el único gesto capaz de devolverle a tierra y atenuar los malos pronósticos. En
cambio siguió aclarándose a sí mismo. Que no se sabe cuánto tiempo le queda.
Que no hay nada para hacer. “Solo mimos”, dijo y la miró a los ojos, a ella, no
a mí, y se fue a la caja.
Hoy le di una cucharada de helado de vainilla,
su favorito, mientras mirábamos el telediario al mediodía. Lo olisqueó un
ratito, frunció la nariz, movió los bigotes y se fue yendo para atrás. Como si
pudiese volver hacia atrás. Tanto yo querría. Después, se acurrucó en el sillón
y quedó enroscada. Apenas empezaba a hablar un político, levantó un poco las
orejas. Pero enseguida volvió a su hermetismo. Puse la televisión en mute para
que no nos ericemos. Ya estamos las dos cansadas de escuchar voces muy altas
que dicen tan poco. Puedo imaginarme lo que va a decir, lo que van a decir,
todos ellos de los caídos en la guerra. Me gustaría poder dar vuelta la cabeza
como Bianca, no entender esta lengua, que de hecho, ya casi no entiendo. No
entender de qué tanto hablan. Y lo veo gesticulando igual, aunque en mute
parece que le va a dar un soponcio de tanto agitarse en un río de monedas
vencidas. En mute. Como están los muertos. Los de casquitos perdidos en islas
remotas, los cableados en noches de picanas eléctricas y sangre colándose entre
la comisura de los labios, los de estallidos salvajes entre los arroyos del
retiro, los otros muertos de calle Pasteur, los mutilados por trenes que se
oxidan entre tantas memorias que se olvidan, que huelen a hierro de tierra
colorada, que suman heridas del color que tiene la carne abierta. Todos estamos
en mute. Sólo que los muertos ya no se agitan.
Miré a Bianca que seguía quieta, embalsamada. Y
la cadena de pensamientos me dio miedo. Por las dudas, me acerqué a tocarla.
Estaba caliente. De qué nos sirve tanta memoria Bianquita linda. Yo quiero
silencio. Yo quiero justicia. Quiero que todos paguen. Los verdes, los azules,
los rojos, los blancos, los negros, los amarillos. Todos los que se nos van
llevando a cuenta gotas la esperanza.
Hasta la escoba se nos llevan Bianquita. Ya ni
de eso puedo estar tranquila. Barro y barro todos los días mi cabeza, le saco
los piojos, la escarbo, le pongo vinagre, y no dejo de sentirme cómplice de
tanta miseria. Que paguen. Quiero que paguen los muertos que tenemos cada día.
Que dejen de lavarse las manos. ¿Qué se creen Bianca? ¿Que por un par de votos
en las urnas no tienen que dar cuenta de lo que hacen? ¿Que tienen menos culpa
que los verdes o que los azules solo porque ellos no aprietan el gatillo? Yo quiero
pañuelos blancos en todas las cabezas de esta tierra por todos los que se
mueren por salir a la calle, por todos los que se ponen anémicos y quedan
ojerosos, como sonámbulos apenas vivos, Bianquita. Que no hay derecho. Que no
hay justicia.
Los que pegan carteles y reparten croquis de un
país inventado se disfrazan de otra cosa pero son de la misma especie. De los
avaros. Se hacen los que miran para otro lado mientras el amigo aprovecha para
sacar plata, para repartir un poquito entre otros amigos, para que la torta
quede entre los conocidos. No cuidan a nadie. Solo su pellejo. Todos, su
pellejo. Cada cual a su juego. El resto que se arreglen, que pataleen en su
mute como si el resto no fueran también ellos.
Ahora me mirás. Ahora todavía te tengo. Bultitos
Bianca. Estamos llenos de bultitos y de pronósticos reservados. Solo a veces
sale el sol. A veces, cuando escucho desde lejos alguna canción en la radio.
Interferida pero se escucha. O cuando la vemos a Inés bailando con sus amigas.
Pero qué miedo. De salir a la calle. De verla salir. De no poder terminar de
barrer nunca esta vereda. ¿Qué es lo que hacemos tan mal? Si pudiera terminar
de quitar el polvo Bianca. Si solo pudiésemos mirarnos un poco más a los ojos.
Si solo pudiese ser siempre de día. Y aunque de día, siempre hay sombras. Pero
la sombra más oscura cae cuando cierro los ojos. No cierres los ojos Bianca. Quedate
conmigo. Que todavía es siesta y un gorrión está haciendo su nido enfrente a la
ventana. Trayendo hojas, ramitas, sacándose sus plumas, todo junto. Yo lo veo.
Lo veo a los ojos. Y creo que cuando lo veo, la luz me entra por las pestañas y
las sombras se aligeran.
No hay comentarios:
Publicar un comentario