A mi novio le gustaba escarbarme el ombligo. No
sé de dónde había sacado esa manía, si de la pérdida misteriosa de su cordón
umbilical o de la mala cicatrización que hizo que él tuviera un colgajo de piel
alrededor del nudo. A mí me parecía simpático pero él se ponía huraño cada vez
que yo se lo tocaba. En cambio, podía pasarse horas sumergido en mi panza.
Decía que los ombligos, en general, encerraban todos los misterios de nuestra
vida pasada y futura. Y el mío, en particular, me auguraba una vida prodigiosa,
llena de curvas y de arrugas. Para él, la quiromancia era un arte primitivo.
Inútil. Ni que hablar de la lectura de las borras del café. “No saben nada”,
solía exclamar indignado cuando recibíamos algún folletín de propaganda.
“El ombligo, el ombligo es nuestro principio y
nuestro final. Igual que nuestra cara, que no hay una cara igual a la otra, así
el ombligo”. Los días antes de que termináramos recuerdo que se quedaba
hipnotizado, mirando mi centro con furia, como si algo ahí le estuviera hablando,
increpándole reproches, que yo nunca le hacía. Una mañana, ya celosa de todo lo
que sucedía sin yo saberlo ni tener ningún tipo de participación, entre mi novio
y mi ombligo, agarré mis cosas y me fui de su casa, no sin antes dejarle varias
fotos de mis manos acariciando mi panza.
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