Si los días de verano son largos, los días de
verano de la infancia son eternos. Un viaje a la costa es un “merecido" paseo a los treinta pero a los cinco, cualquier paisaje visto más de un rato, se transforma en una
sucesión de curvas, rectas y lomadas interminables, que vos ves pasar -quieto, inmóvil
y mortalmente aburrido- desde la ventanilla del auto.
Cuando sos chico todo lo ves como si tuvieras
en cada ojo una gran lupa minimalista. Tiempo y espacio son gigantes vaporosos,
apenas reconocibles. Como una casa de techos altos donde el eco de las voces
produce fantasmas elásticos de aires sospechosos que acechan la noche antes de que
venga el ratón Pérez, antes de ese viaje tan esperado, o antes de que lleguen
los reyes magos. De ese punto a esa parte, hay una eternidad que se mide por la
amplitud del deseo. Deseo de agarrar al ratón infraganti, deseo de llegar a la
playa o de que llegue el día de tu cumpleaños.
Dos recuerdos se me vienen a la cabeza. Uno,
tendría unos seis años. Estaba acostada en la cama cucheta de arriba en el
cuarto que compartía con mi hermano. Ese día alguien me había dicho que los
tiburones medían como tres o cuatro o hasta, capaz, cinco edificios. La idea
reverberaba en mi plano imaginario, como los círculos que deja el sapito en el
agua amarronada. No podía dormir pensando en que tal vez a los tiburones se
les diera por invadir el río Uruguay y llegaran a la ciudad donde vivía.
Trataba de representarme un animal de semejante tamaño: contaba uno, dos, tres,
cuatro y apilaba, uno, dos, tres edificios. Y después pensaba en el tamaño de
rascacielos que nunca en mi vida había visto. Porque otro alguien, en la misma
conversación había respondido que las orcas eran del doble del tamaño que los
tiburones. “-Como cuatro rascacielos”, había dicho. Rascacielos. Y la sola
palabra, me daba escalofríos desde los hombros hasta la punta de los pulgares.
Imaginaba todo muy grande y ya los nervios me entraban por la panza y el
estomago y era terrible, tan terrible que tenía que bajarme de la cama cucheta,
revisar todo el cuarto, e ir al baño para asegurarme de que la luz estuviese bien prendida. Hasta el día de hoy, sigo
representándome sombras más oscuras en las paredes del cuarto oscuro al
dormirme, ballenas y orcas y tiburones
muy grandes, pero nunca tan grandes como eran cuando era chica.
El otro recuerdo era el clásico de todos los
veranos. Pasado diciembre, pasado enero, y regulando febrero empezaban las
ansias porque llegara marzo. Entrada la época aguerrida del carnaval donde las
cuadras se hacían larguísimas esquivando bombuchas descaradas procedentes de
cualquier balcón, esquina o bici, en esa época pensaba y me decía una y otra vez:
“falta poco, falta poco, falta poco”. Quería marzo porque quería ir al cole,
reencontrarme con mis compañeras de curso, ir al taller de plástica, o hacer
cualquier otra cosa que fuera divertida. Las vacaciones lo eran pero resultaban
excesivas para mi ánimo de hormiga. En la última semana antes de empezar las
clases, cuando tenía todos los útiles preparados, la mochila lista, los lápices
marcados con las iniciales de mi nombre, me entraba el insomnio. A la noche,
cuando todos ya estaban durmiendo, y se suponía que debía estar haciendo lo
mismo, me quedaba reverberando en cómo iba a ser ese primer día y la nueva
maestra y si iba a haber nuevos compañeros y ya también pensaba a qué íbamos a
jugar en el recreo y en la supermerienda que me iba a comprar y así, empezaba
imaginar todos los detalles de ese día y cada detalle que sumaba, era un nuevo
pellizco sobre mi panza. Los pellizcos se duplicaban cuando escuchaba las
agujas del reloj sonando al lado, hasta que decidía sacarle la pila, calmar mis
cosquillas, y decirme a mi misma que todavía faltaba mucho para empezar, que
había que poner la cabeza en blanco y negro y no estar tan emocionada.
En esas noches, todo mi pequeño mundo era
inconmensurable. Como los ecos de la pileta trepando por las paredes del club
para sorprender a los peatones que caminan por la vereda lindera. Los alaridos
de ecos lejanos, el zorro al agua que siempre va y va y va.
De mi infancia tengo pocos recuerdos
fotográficos. Una zona vaporosa, que sin embargo, ante determinados sonidos se
despierta nostálgicamente. Sí. La infancia a mi me viene en sonidos o en
olores, más que en imágenes. Como si la primera memoria, la más primitiva, se
conservara en notas auditivas y olfativas. En clave canina. Un marco polo ciego
que se mueve por un territorio desconocido, entre olores y sonidos y una
percepción a fuego distorsionada.
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