1.
La mujer barre la vereda. Cae la tarde, el calor, la polvareda. Se para
un momento y mira pasar una chica en bicicleta. El ruido de los pedales y la
cadena como que aullando. La bici y el
chirrido desaparecen al doblar la esquina. Sigue barriendo. Barrer es su tarea.
¿Qué barre? Lo barre todo hasta el recuerdo.
2.
La mucama entra a la casa y abre los postigos pintados de verde. Ahora
que el calor ha pasado, que entre un poco de aire, se ventilen las cortinas, los
portarretratos de los muertos, la biblioteca de barniz descascarado. Que el
aire le entre a los sillones de mimbre y de ratán, a la colección de escopetas oxidadas
que cuelgan de la pared. Le sople vida al arrullo de la siesta que se esconde
oscura en los rincones de baldosas frías. De baldosas de pura sombra donde un
perro gris duerme.
3.
Los hombres en el muelle tiran sus redes. De la isla vienen las balsas
con vacas que mugen al río. A los peces. A los camalotes. Al silbido de los
juncos. Levantan su cabeza dura como el plomo. Las vacas. Los hombres no
charlan. Tiran de las redes, de los hilos de nylon entrelazados. Pescan
dientudos, dorados, bogas, palometas. Respiran la tarde. A veces se miran, se
fuman pero sobre todo se están. Se dejan estar en el vaivén de la corriente.
4.
Pasea el perro de la correa. La costanera de verde cemento se regodea en
el movimiento del domingo a las cinco de la tarde. En el parque, las lomadas
suben y bajan crepitantes en el ripio, en el escape de las motos, en el sorbido
del mate. El perro se lame, se husmea, busca y vuelve a su amo. Levanta la
pata. Impregna los azares, las moras, las naranjas, los arándanos. Se llena el
hocico de aire celeste. Corre el perro y la correa va suelta. Corre el
paseador. El amo. El niño.
5.
Una ciudad con menos de una hora de vida. Con puentes, torres,
castillos, pasadizos, cuevas, surcos, arroyos: se derrite bajo el sol y la
espuma. El río que va y viene, pero no llega a la ciudad, solo la amaga. La
foto ya capturó el momento de gloria del pequeño arquitecto. Ahora, la mano se
dirige al balde, y el balde al agua. El agua a la ciudad, la refresca. Le da
nuevas formas, más redondeadas. Luego, viene el olvido. Las pisadas distraídas.
Los pedazos de castillo desparramados. Las torres vencidas de un solo salto.
Sentados al costado de la ruta, con su mate, sus bizcochos, sus sillitas
plegando la grasa abdominal, sus sedes de ver movimiento auténtico, en
reposo: la familia se congrega.
7.
Las calles en la madrugada inundadas de guardapolvos blancos, de
uniformes escoceses, de pantalones grises y pulóveres bordo. Ahí van los
sujetos del mañana. Los futuros punkis, rastas, chorros, sicarios, gendarmes,
futbolistas y peluqueras de la calvicie del mañana. Ahí van, a desperezarse en
los pupitres, a sacudirse de la modorra en el recreo o tal vez, algunos
uniformes, algunos guardapolvos, algunos pantalones y pulóveres, se doblen, se
apolillen, se guarden quietos, se bostecen una y otra vez, infinitamente, en
amaneceres sombríos y nunca, del todo, despierten.
8.
Bajan y suben cajones. Por ahí, se escucha algún grito. Con la verdura
lista para exhibirse fresca, del todo saludable, segregando fuerza y vigor por
entre las cáscaras, las hojas, las pulpas. Don Raúl saludando con sus vaqueros
sueltos, su barriga y su raya al aire. Desvergonzadas como si nadie pudiese
verlas, como si fuesen impunes entre los ramos de acelga suculenta y las
ciruelas de carne púrpura que posan naturales, como su panza, como su raya, en
la puerta del almacén.
9.
El celo del gato entre las chapas del techo. Entre los alambres de púa y
las paredes cercadas de vidrios verdes, marrones, transparentes. El acto animal
a modo de llanto que te devuelve a la matriz original de toda especie. El
reflejo de la luz sobre el frío vidrio. Y el azul de la noche que se cierra
como cortina agujereada para consolarte del llanto, del celo, del gato.
10.
Los gritos del diariero a la siesta anuncian que sin duda es domingo y
que el mundo –al menos en esta parte, al menos en esta hora-, es más horizontal
que redondo. El pueblo y sus pequeñas estrofas
que se repiten, que se riman, marcando un comienzo y un fin, un ciclo finito
dentro de infinitos ronquidos.
11.
Siempre listos en el cruce de las avenidas Eva Perón y Arturo Illia, con
sus pelotas en manos y el público del semáforo en rojo, empiezan ellos a tirar
y estirar el aire. Desbalanceando el equilibrio de la radio, del partido, del
interior del auto, subiendo y bajando ventanillas que se mueven por la propia
inercia de un mecanismo bien oculto entre las puertas.
12.
Acaso las ciudades tengan vida propia. Como las casas, que cuando son
habitadas por largo tiempo, empiezan a tener un olor muy suyo. Un movimiento
que envuelve. Una voz que habla, que hasta a veces canta en algunos balcones y
cordones de vereda. Que otras veces, suspira un aliento muy frío en los
baldíos, en las casas abandonadas, y uno apura el paso o cruza la calle, sobre
todo si es de noche, sobretodo si el canto desafina. Lo silvestre y lo salvaje
haciéndose lugar entre las grietas de las paredes. Haciéndose lugar en los
espacios desterrados del progreso, o destinados a exhibir ese rincón de desidia
de toda alma humana.
Foto: Concordia-Entre Ríos.
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