jueves, 27 de mayo de 2010

Gris, la siesta.

Dejé morir nuestro animal
de simple corazón
mutilado. Lo dejé morir.

Escuché su dificultad
para respirar, el jadeo
espiralado dibujando,
circulo tras circulo,
un compás rayado
y, hasta creí escuchar,
sus intenciones de levantarse.

No sonreí al verlo muerto
en la llanura de la siesta gris.
Lo miré, desalmado:
un saco de huesos
que no se atrevía ni decía nada.

Agarré mi metafórica pala
y cavé entre las neuronas,
los axones, las dendritas
bien profundo
para enterrarlo.

Lo dejé ahí tendido
en la telaraña subterránea
que a veces resucita en los sueños
para calmar el animal
y mis bestias: las faunas
sofocadas.