Y ojalá pueda obligarme a ser un cazador de lo bello y que nunca se me escape nada | Thoreau
lunes, 15 de diciembre de 2014
viernes, 12 de diciembre de 2014
Escamas
Voy a piel descascarada. Voy a piel
despelechada. A veces siento que hay otra persona debajo de mi piel. No
exactamente de mi misma medida. No exactamente de mi misma talla. A veces
siento que va a rajar mi cuerpo en dos. Otras veces, que mi cuerpo va a
amanecer tirado, y yo voy a ser una víbora deslizándome entre las esquinas del
cuarto. Probando qué tan elásticas pueden ser mis escamas.
Y si víbora, ¿tendré una yarará adentro o una
culebrita? Quizá un nido de víboras tengo. ¿Y si termino como las del campo? ¿Encerrada en un frasco de formol, masajeada por las manos de don Braulio?
Espero mejor no ser ninguna otra persona. Ni
ninguna víbora. Pero se me cae la piel de a pedazos. Láminas finísimas y
opacas se desprenden, una por una, de las manos, de los brazos, de la espalda.
¿O serán escombros? Partes que se derrumban.
Debería llamar a algún profesional de la guía amarilla. ¿Por dónde empezar? ¿Veterinario? ¿Médico? ¿Arquitecto?
martes, 2 de diciembre de 2014
Epistolario
Querido abuelo:
Hoy volví a usar mis uñas. Sé que te había
prometido controlarme. Lo sé, lo sé, lo sé. Pero lo tendrías que haber visto abuelo,
si vos hubieses estado, seguro que hubieses entendido. Vino de nuevo, vestido
de negro, arrastrando unos harapos que se sacudían como la sombra de las
cortinas en las tardes de tormenta. Y yo tenía tanto miedo, tanto miedo que
quería despertarme y salir de la cueva, y tomar agua para tranquilizarme como
vos me enseñaste. Y contar uno, dos, tres, cuatro, cinco hasta diez. Sé que te
lo prometí abuelo. Pero me desperté, al fin, y tenía las uñas clavadas en la
pared, arañando. Y mamá vino corriendo de nuevo, que había estado gritando en
los sueños. Y me dieron uno de esos baños, pero yo no quería, no quería
bañarme, no quería que mamá me toque porque mamá es mala porque ahora que no
estás no sé cómo voy a hacer abuelo. Quería que sepas que intenté controlarme.
Que sé que no tengo que usar las uñas para defenderme. Después mamá se enojó y
se fue con las muñecas con sangre y vino papá y me sacó de la bañadera, y me
envolvió en una toalla, y le dije que te extrañaba que quería que vuelvas y
lloraba. Papá me preparó un té y me dijo que solo era una pesadilla, que tenía
que tranquilizarme como me dice la médica, y respirar pero no podía. ¿Cómo hago
abuelo? ¿Cómo hago? Me gustaría que vuelvas, prometo que nunca más voy a
usarlas. De verdad, esta vez de verdad. Me las volví a cortar y a limar para
que veas que de vedad no lo voy a volver a hacer. Espero que no te enojes. ¿Vas
a perdonarme? Papá dice sí que me perdonás, pero que no vas a volver, que estás
en cielo. Pero yo no quiero. Todavía cuando voy a tu casa quiero entrar y que
estés ahí. El galgo está enfermo. Creo que él también te extraña.
Te quiero,
Paloma
martes, 25 de noviembre de 2014
lunes, 17 de noviembre de 2014
Umbilical
A mi novio le gustaba escarbarme el ombligo. No
sé de dónde había sacado esa manía, si de la pérdida misteriosa de su cordón
umbilical o de la mala cicatrización que hizo que él tuviera un colgajo de piel
alrededor del nudo. A mí me parecía simpático pero él se ponía huraño cada vez
que yo se lo tocaba. En cambio, podía pasarse horas sumergido en mi panza.
Decía que los ombligos, en general, encerraban todos los misterios de nuestra
vida pasada y futura. Y el mío, en particular, me auguraba una vida prodigiosa,
llena de curvas y de arrugas. Para él, la quiromancia era un arte primitivo.
Inútil. Ni que hablar de la lectura de las borras del café. “No saben nada”,
solía exclamar indignado cuando recibíamos algún folletín de propaganda.
“El ombligo, el ombligo es nuestro principio y
nuestro final. Igual que nuestra cara, que no hay una cara igual a la otra, así
el ombligo”. Los días antes de que termináramos recuerdo que se quedaba
hipnotizado, mirando mi centro con furia, como si algo ahí le estuviera hablando,
increpándole reproches, que yo nunca le hacía. Una mañana, ya celosa de todo lo
que sucedía sin yo saberlo ni tener ningún tipo de participación, entre mi novio
y mi ombligo, agarré mis cosas y me fui de su casa, no sin antes dejarle varias
fotos de mis manos acariciando mi panza.
jueves, 30 de octubre de 2014
lunes, 20 de octubre de 2014
Topless
Ayer llegamos a lo de la tía Pipa. Tuvimos que viajar doce horas en avión, cruzar todo el océano, tomar un tren para, al fin, llegar. Por suerte, voy a faltar una semana al colegio. En total, tres semanas de vacaciones. Mamá habló con la maestra y le explicó que veníamos a visitar a la tía Pipa y que bueno, que me dieran tarea extra para esos días. Marcos no tiene tarea extra. Dicen que todavía es muy chico. Pero yo ya me encargué de hacerle su cuaderno para las tardes que llueva. Por las dudas.
Todavía no salimos a recorrer la ciudad. Solo bajamos con mi prima y Marcos un rato a la playa hoy a la mañana. Tuve que taparle los ojos a Marcos porque las mujeres acá no usan corpiño. Mi prima dice que es normal. Me explicó que así como los chicos no usan corpiño, acá las chicas tampoco usan.
“Pero algunas sí”, le dije yo señalado discretamente un par que pasaban caminando. Y también ya aproveché para avisarle que en Argentina todas las chicas usan corpiño en la playa. Y que el cuerpo es algo privado.
“Intimo”, me corrigió.
“Sí, íntimo”, aseguré en seguidita.
“Ya, me respondió, pero eso es cuento”.
sábado, 4 de octubre de 2014
jueves, 25 de septiembre de 2014
Pronóstico reservado
Bianca está enferma hace una semana. La veo
decaída. Ignora con descuido los bollitos de aluminio que le dejo -simulando
descuido- sobre la mesada de la cocina. Hasta el pelo parece que lo tiene más opaco. Pasa
las esquinas con la cabeza gacha y despacio, como si temiera encontrarse con su
sombra. Durante las tardes se queda quieta. Parece una esfinge condescendiente,
dejándose tocar por los últimos rayos de sol que dan frente a la ventana. Eso
sí, con los párpados cerrados.
La llevé al veterinario ayer a la tarde. Tiene unos
bultitos alrededor del cuello. "Un tumor", me dijo sin levantar la vista. Y
desprecié esa miseria humana. Ese quitarle a uno los ojos, ese quitarle a uno
el único gesto capaz de devolverle a tierra y atenuar los malos pronósticos. En
cambio siguió aclarándose a sí mismo. Que no se sabe cuánto tiempo le queda.
Que no hay nada para hacer. “Solo mimos”, dijo y la miró a los ojos, a ella, no
a mí, y se fue a la caja.
Hoy le di una cucharada de helado de vainilla,
su favorito, mientras mirábamos el telediario al mediodía. Lo olisqueó un
ratito, frunció la nariz, movió los bigotes y se fue yendo para atrás. Como si
pudiese volver hacia atrás. Tanto yo querría. Después, se acurrucó en el sillón
y quedó enroscada. Apenas empezaba a hablar un político, levantó un poco las
orejas. Pero enseguida volvió a su hermetismo. Puse la televisión en mute para
que no nos ericemos. Ya estamos las dos cansadas de escuchar voces muy altas
que dicen tan poco. Puedo imaginarme lo que va a decir, lo que van a decir,
todos ellos de los caídos en la guerra. Me gustaría poder dar vuelta la cabeza
como Bianca, no entender esta lengua, que de hecho, ya casi no entiendo. No
entender de qué tanto hablan. Y lo veo gesticulando igual, aunque en mute
parece que le va a dar un soponcio de tanto agitarse en un río de monedas
vencidas. En mute. Como están los muertos. Los de casquitos perdidos en islas
remotas, los cableados en noches de picanas eléctricas y sangre colándose entre
la comisura de los labios, los de estallidos salvajes entre los arroyos del
retiro, los otros muertos de calle Pasteur, los mutilados por trenes que se
oxidan entre tantas memorias que se olvidan, que huelen a hierro de tierra
colorada, que suman heridas del color que tiene la carne abierta. Todos estamos
en mute. Sólo que los muertos ya no se agitan.
domingo, 14 de septiembre de 2014
jueves, 28 de agosto de 2014
miércoles, 20 de agosto de 2014
domingo, 8 de junio de 2014
Las formas perfectas
Nunca me gustó vivir o lo que la gente llama vivir. Sí, así en cursiva refleja mejor
ese lirismo tan patético que la gente le imprime cuando te dice: “a la vida hay
que vivirla”. Cada vez que escucho a las personas replegarse como ejércitos a
sus listas en esa cancioncita me da como calambre y los oídos se me ponen mal,
como si escuchara el ruido que producen los cubiertos al rayar un plato.
En sentido estricto, desde que entré en la
adolescencia odié la vida. La odié porque nunca funciona como se supone que
tiene que funcionar. Como uno espera que funcione, lógicamente hablando. Por
eso me dediqué a diseñar cubículos perfectos en mi mente. Verán, uno arma ideas
de la vida o de cómo quiere que se desarrolle una secuencia de eventos, pero en
sí, la vida, esa cosa que pasa a través y a pesar de nosotros, siempre hace lo
quiere. ¿Qué es la vida sino la absurda suposición de eventos fortuitos en los
que uno pretende tener un poco de protagonismo?
Cuando era chico siempre me fascinaron los
juegos de ingenio. Del mismo modo que adoraba la lógica, despreciaba cualquier
juego de azar. Esas partidas de cartas o de dados que nada tienen que ver con
el ejercicio, con la disciplina mental, con el sutil equilibrio que emplea, por
ejemplo, un ajedrecista al contemplar las infinitas posibilidades de una
jugada en su sola mente hasta decidirse por un movimiento. Un auténtico gesto
de la voluntad individual, expresado en un único desplazamiento de la mano en
el espacio. Jaque. Esa era mi especialidad. Ganaba todas las olimpíadas y
campeonatos de ajedrez, era el mejor del barrio, y el mejor de la ciudad para
mi edad.
domingo, 18 de mayo de 2014
Hemiacromatopsia
Con los años me he acostumbrado a ver el mundo
tal y como es. Con sus luces y sus sombras. Su costado frío y su costado
cálido. El mundo tal y como es. O los dos mundos que siempre son. A veces tengo
la leve impresión de que en todo lo que veo hay dos fuerzas que se oponen, un contraste,
y ese contraste es lo que hace que las cosas se muevan. Pero esto es ahora.
Ahora mismo, de hecho, me resultaría extraño, casi enloquecedor verlo todo a todo
color.
La gente que yo sepa se acostumbra a los
cambios. Como se acostumbra a la televisión, al auto, al microondas. Yo también
quizá me acostumbraría. Pero tal vez, tal vez ya no. Es verdad que a veces
puede ser un poco tarde.
Tengo vagos recuerdos, muy vagos ciertamente,
de cómo era mi vida antes. Antes del accidente. De cómo era el mundo a todo
trapo, a todo color. La mayoría de ustedes no tiene porqué saberlo: el color es
una gran mentira. Yo lo supe recién a mis 53 años, así que no se espanten. Hasta
entonces pensaba que la piel era blanca, morena, trigueña, que los labios eran
rosa pálido o un poco más oscuros, que el lapacho del fondo de casa era
amarillo, que mi barba era castaña y luego, con los años, entrecana. Pero a los
53 noté que eso no era más que una ilusión, una expresión de deseo. Sí, una
manzana podía ser roja pero yo solamente veía una mitad roja y la otra mitad
bañada de un degrade de grises más o menos opacos, más o menos luminosos. En realidad
esa torcaza amarronada, ese campo de sorgo más o menos rojo, o ese mismo cielo
azul, no existen así tan vistosamente. Algunas personas lo intuyen. Lo decían
ya esos versos que recita Varela en el tango: “por qué ese cielo azul que todos
vemos, no es cielo, ni es azul”, aunque no son de Varela los versos sino de un
español llamado Lupercio. Así que sí, ya ve usted Sr. Lupercio que tiene razón.
jueves, 8 de mayo de 2014
Escenas de la vida cotidiana
1.
La mujer barre la vereda. Cae la tarde, el calor, la polvareda. Se para
un momento y mira pasar una chica en bicicleta. El ruido de los pedales y la
cadena como que aullando. La bici y el
chirrido desaparecen al doblar la esquina. Sigue barriendo. Barrer es su tarea.
¿Qué barre? Lo barre todo hasta el recuerdo.
2.
La mucama entra a la casa y abre los postigos pintados de verde. Ahora
que el calor ha pasado, que entre un poco de aire, se ventilen las cortinas, los
portarretratos de los muertos, la biblioteca de barniz descascarado. Que el
aire le entre a los sillones de mimbre y de ratán, a la colección de escopetas oxidadas
que cuelgan de la pared. Le sople vida al arrullo de la siesta que se esconde
oscura en los rincones de baldosas frías. De baldosas de pura sombra donde un
perro gris duerme.
3.
Los hombres en el muelle tiran sus redes. De la isla vienen las balsas
con vacas que mugen al río. A los peces. A los camalotes. Al silbido de los
juncos. Levantan su cabeza dura como el plomo. Las vacas. Los hombres no
charlan. Tiran de las redes, de los hilos de nylon entrelazados. Pescan
dientudos, dorados, bogas, palometas. Respiran la tarde. A veces se miran, se
fuman pero sobre todo se están. Se dejan estar en el vaivén de la corriente.
jueves, 17 de abril de 2014
El hombre que quería ser feliz
Uno debe meterse en una relación si quiere ser
más o menos feliz. Moderadamente feliz. Templadamente feliz. Estuve dándole
vueltas al asunto toda esta cálida tarde de domingo y encontré que: (1) vivir
solo los 365 días del año hace el espíritu poco tolerante; (2) uno puede volverse
tacaño con mayor facilidad; (3) contraer hábitos mezquinos y; (4) terminar
siendo un maniático poco soportable –para los demás-, o un obsesivo-compulsivo
con dudoso pronóstico social y personal. En consecuencia, el soltero tiene
altas probabilidades de volverse un excluido. Esto lo he visto patente en
varios jefes, en varios hermanos de amigos más grandes y en algunos parientes
lejanos.
Además, (5) el soltero generalmente es apartado
del grupo de amigos en pareja. No es que lo hagan a propósito. Sucede así, como
el fruto cae del árbol, el soltero le esquiva al plan almuerzo en el parque o
paseos por el zoológico o conociendo Mundo marino o Temaiken o cualquiera de
esas aventuras faunísticas a las que son tan proclives las familias modernas.
Ya ven, la atracción del programa depende de la comunalidad y del grupo.
Probablemente si tengas hijos el programa te resulte una bomba. Cualquier
persona comparte más cosas con gente en su misma situación. Eso es una verdad
de Perogrullo. Es natural, que en esas circunstancias, la manada se adapte al
medio y evolucione, que críen sus crías en conjunto y se protejan mutuamente. Y
no es que yo sea un biologicista extremo. No es que apele a la selección
natural, solo apelo a lo que mis ojos ven. Y lo que ven es que el compañero
soltero, haciendo uso de un lenguaje más popular, el compañero soltero, no es
que ya no comparte nada con su amigo en pareja ni con la familia de su amigo en
pareja, sino que su amigo comparte más con otros. De hecho, es el soltero quien
comparte menos, mucho menos con otros. Esto lo sé por propia experiencia.
martes, 8 de abril de 2014
viernes, 28 de marzo de 2014
Bajo la lupa
Si los días de verano son largos, los días de
verano de la infancia son eternos. Un viaje a la costa es un “merecido" paseo a los treinta pero a los cinco, cualquier paisaje visto más de un rato, se transforma en una
sucesión de curvas, rectas y lomadas interminables, que vos ves pasar -quieto, inmóvil
y mortalmente aburrido- desde la ventanilla del auto.
Cuando sos chico todo lo ves como si tuvieras
en cada ojo una gran lupa minimalista. Tiempo y espacio son gigantes vaporosos,
apenas reconocibles. Como una casa de techos altos donde el eco de las voces
produce fantasmas elásticos de aires sospechosos que acechan la noche antes de que
venga el ratón Pérez, antes de ese viaje tan esperado, o antes de que lleguen
los reyes magos. De ese punto a esa parte, hay una eternidad que se mide por la
amplitud del deseo. Deseo de agarrar al ratón infraganti, deseo de llegar a la
playa o de que llegue el día de tu cumpleaños.
Dos recuerdos se me vienen a la cabeza. Uno,
tendría unos seis años. Estaba acostada en la cama cucheta de arriba en el
cuarto que compartía con mi hermano. Ese día alguien me había dicho que los
tiburones medían como tres o cuatro o hasta, capaz, cinco edificios. La idea
reverberaba en mi plano imaginario, como los círculos que deja el sapito en el
agua amarronada. No podía dormir pensando en que tal vez a los tiburones se
les diera por invadir el río Uruguay y llegaran a la ciudad donde vivía.
Trataba de representarme un animal de semejante tamaño: contaba uno, dos, tres,
cuatro y apilaba, uno, dos, tres edificios. Y después pensaba en el tamaño de
rascacielos que nunca en mi vida había visto. Porque otro alguien, en la misma
conversación había respondido que las orcas eran del doble del tamaño que los
tiburones. “-Como cuatro rascacielos”, había dicho. Rascacielos. Y la sola
palabra, me daba escalofríos desde los hombros hasta la punta de los pulgares.
Imaginaba todo muy grande y ya los nervios me entraban por la panza y el
estomago y era terrible, tan terrible que tenía que bajarme de la cama cucheta,
revisar todo el cuarto, e ir al baño para asegurarme de que la luz estuviese bien prendida. Hasta el día de hoy, sigo
representándome sombras más oscuras en las paredes del cuarto oscuro al
dormirme, ballenas y orcas y tiburones
muy grandes, pero nunca tan grandes como eran cuando era chica.
El otro recuerdo era el clásico de todos los
veranos. Pasado diciembre, pasado enero, y regulando febrero empezaban las
ansias porque llegara marzo. Entrada la época aguerrida del carnaval donde las
cuadras se hacían larguísimas esquivando bombuchas descaradas procedentes de
cualquier balcón, esquina o bici, en esa época pensaba y me decía una y otra vez:
“falta poco, falta poco, falta poco”. Quería marzo porque quería ir al cole,
reencontrarme con mis compañeras de curso, ir al taller de plástica, o hacer
cualquier otra cosa que fuera divertida. Las vacaciones lo eran pero resultaban
excesivas para mi ánimo de hormiga. En la última semana antes de empezar las
clases, cuando tenía todos los útiles preparados, la mochila lista, los lápices
marcados con las iniciales de mi nombre, me entraba el insomnio. A la noche,
cuando todos ya estaban durmiendo, y se suponía que debía estar haciendo lo
mismo, me quedaba reverberando en cómo iba a ser ese primer día y la nueva
maestra y si iba a haber nuevos compañeros y ya también pensaba a qué íbamos a
jugar en el recreo y en la supermerienda que me iba a comprar y así, empezaba
imaginar todos los detalles de ese día y cada detalle que sumaba, era un nuevo
pellizco sobre mi panza. Los pellizcos se duplicaban cuando escuchaba las
agujas del reloj sonando al lado, hasta que decidía sacarle la pila, calmar mis
cosquillas, y decirme a mi misma que todavía faltaba mucho para empezar, que
había que poner la cabeza en blanco y negro y no estar tan emocionada.
En esas noches, todo mi pequeño mundo era
inconmensurable. Como los ecos de la pileta trepando por las paredes del club
para sorprender a los peatones que caminan por la vereda lindera. Los alaridos
de ecos lejanos, el zorro al agua que siempre va y va y va.
De mi infancia tengo pocos recuerdos
fotográficos. Una zona vaporosa, que sin embargo, ante determinados sonidos se
despierta nostálgicamente. Sí. La infancia a mi me viene en sonidos o en
olores, más que en imágenes. Como si la primera memoria, la más primitiva, se
conservara en notas auditivas y olfativas. En clave canina. Un marco polo ciego
que se mueve por un territorio desconocido, entre olores y sonidos y una
percepción a fuego distorsionada.
viernes, 21 de marzo de 2014
lunes, 10 de marzo de 2014
Extravío
Hoy Pablo golpeó la puerta del baño. La golpeó tres veces,
las conté. Primero, una y un “mamá”. Luego dos y un repiqueteo de los nudillos
acelerando el ritmo, como levantando temperatura. Y tres, y dijo: “Vamos,
mamá. Hace media hora que estás adentro". Y luego, que "estoy
preocupado".
Entró sin más, sin esperar o esperando poco o esperando
demasiado. Todo depende desde donde se lo vea. Yo seguí sentada en el inodoro.
En la misma posición. Sin mover un músculo. De frente al espejo. Un espejo que
insistía en mostrar una cara demasiado actual, ríspida, avejentada, nerviosa.
Eso sí, desde donde se la mirara.
“La estuve examinando cuidadosamente, por acá, por allá y
no, no la recuerdo. Cómo eran mis ojos, mis pestañas, mi boca, mis dientes, mi
nariz. Estoy segura de que yo no era así. Que yo era otra, que tenía otra mirada, otra forma en las cejas, otras orejas, otra presión en los labios”.
“Antes, ¿cuándo?”, pregunta como si importara.
“Antes”, respondo.
“Antes, hace veinte años, treinta años, cuarenta años:
antes”.
“Pero no la recuerdo”, insisto.
“Me toco, me estiro la piel frente al espejo, aprieto los
labios, abro los ojos lo más que puedo y no me acuerdo. No me encuentro. ¿De
quién es esta cara? No puede ser mía”.
“Voy a traer fotos”, dice. Y yo oigo su voz apresurada,
intranquila, como cuando se le perdía uno de sus playmobiles y revolvía todo el
cuarto buscándolo. Chiquito. Chiquito tembloroso de mamá.
Anda, anda a buscar el playmobil, ya va aparecer Pablito,
quiero decirle. Pero las palabras ya no salen por esta boca que no es mía.
“Acá mirá, esta sos vos. Vos a los seis, a los quince, acá
estás con papá, acá cuando me recibí...” y va pasando foto tras foto. Recuerdos en los que apenas me
reconozco. Y si soy yo, quién es esta.
No quiero ver esas fotos, esas fotos que no me dicen nada
de mí. Quiero que las deje en paz y vaya a buscar su playmobil. Sólo, sólo
quiero verme a mí. Es injusto. Era yo después de todo. Era una parte mía. Me
pertenecía. Es como si alguien se llevara algo muy tuyo fuera de vos y ya, ya
no lo tuviera más, ¿entendés? Algo muy tuyo y que no lo tuvieras más. Para qué
quiero una foto. Me quiero a mí. Me quiero ver a mí ahora pero no a la de
ahora. A todas mis “mis”.
Anda, anda buscar tu playmobil Pablito, buscalo por favor.
No quiero fotos. Nada de fotos. Sólo trae el playmobil.
Pero las palabras se resisten dentro del paladar. Como
clavadas entre la campanilla y la lengua, que ya no se estira. Que no se
desenrolla. Que no responde.
martes, 25 de febrero de 2014
Migración en Nomandolandia*
Corre el viento
mil hojas encendidas,
se abren en la alcantarilla.
*Dícese de la región poblada por individuos nómadas, en donde nadie nunca manda nada.
miércoles, 5 de febrero de 2014
viernes, 31 de enero de 2014
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