Con los años me he acostumbrado a ver el mundo
tal y como es. Con sus luces y sus sombras. Su costado frío y su costado
cálido. El mundo tal y como es. O los dos mundos que siempre son. A veces tengo
la leve impresión de que en todo lo que veo hay dos fuerzas que se oponen, un contraste,
y ese contraste es lo que hace que las cosas se muevan. Pero esto es ahora.
Ahora mismo, de hecho, me resultaría extraño, casi enloquecedor verlo todo a todo
color.
La gente que yo sepa se acostumbra a los
cambios. Como se acostumbra a la televisión, al auto, al microondas. Yo también
quizá me acostumbraría. Pero tal vez, tal vez ya no. Es verdad que a veces
puede ser un poco tarde.
Tengo vagos recuerdos, muy vagos ciertamente,
de cómo era mi vida antes. Antes del accidente. De cómo era el mundo a todo
trapo, a todo color. La mayoría de ustedes no tiene porqué saberlo: el color es
una gran mentira. Yo lo supe recién a mis 53 años, así que no se espanten. Hasta
entonces pensaba que la piel era blanca, morena, trigueña, que los labios eran
rosa pálido o un poco más oscuros, que el lapacho del fondo de casa era
amarillo, que mi barba era castaña y luego, con los años, entrecana. Pero a los
53 noté que eso no era más que una ilusión, una expresión de deseo. Sí, una
manzana podía ser roja pero yo solamente veía una mitad roja y la otra mitad
bañada de un degrade de grises más o menos opacos, más o menos luminosos. En realidad
esa torcaza amarronada, ese campo de sorgo más o menos rojo, o ese mismo cielo
azul, no existen así tan vistosamente. Algunas personas lo intuyen. Lo decían
ya esos versos que recita Varela en el tango: “por qué ese cielo azul que todos
vemos, no es cielo, ni es azul”, aunque no son de Varela los versos sino de un
español llamado Lupercio. Así que sí, ya ve usted Sr. Lupercio que tiene razón.