martes, 21 de septiembre de 2010

Fluorescencia


A veces pasa. A veces, me dijiste. A veces quiere decir lo que vale, lo que tiene algún tipo de significación o sentido. Nunca no existe. O existe sólo para la mente. Nunca pasa, es mentira. Siempre pasa, casi de seguro, también lo es. A veces, en cambio, es. Por ejemplo, ayer que estabas entre el pum y el pam y el bum y el bang de tu historia de la semana. Que la memoria es rara y sólo guarda cositas para después transformarlas. La memoria no es un recipiente me dijiste, es horno o una heladera, pero no estanque. A veces.
Sucede que no nos acostumbramos a los estanques, las personas. Necesitamos de océanos. Y los océanos tienen corrientes donde se cambia el recuerdo. No todo o no lo sabemos. Las transformaciones de los recuerdos son de lo más pertinentes o impertinentes, según sea el caso. Lo otro es olvido. Y todo recuerdo es un olvido a la par. Como un engaño o vaivén de hamaca, porque el principio de no contradicción no existe para la memoria, existe sólo para la inteligencia. Por eso alguien dijo que la inteligencia es intolerante, pero no lo es el recuerdo amable. Porque el recuerdo es de anatomía dudosa. Vos dijiste: fosforescente. Que si creíste que te acordabas la exacta anatomía de cualquier hecho pasado, que si creíste que la autopsia iba a dar resultados fidedignos, te equivocás. Y lo recuerdo bien, eso creo. Las personas vivimos básicamente de creer y quienes opinen lo contrario creería que se equivocan. La primera actividad básica es creer o al menos una voluntad para creer. Y luego del creer viene el engaño y la mentira. La mentira de creernos un poco yo y otro poco vos, como si lo fuéramos. Como si fuéramos un yo acartonado y compacto, cuando lo que somos es una masa tibia de levadura endeble.
A veces pasa vida, risa y tristeza y todo junto. Siempre es una pura ilusión de eternidad. Lo eterno es deseo sin razón. La ilusión del no cambio, de la interrupción de cualquier movimiento, de la inmutabilidad de las cosas. Del mantenerse idéntico a sí mismo, o a su esencia. Algunos humanos desean lo eterno, porque lo eterno es también lo imposible. A otros les resulta una idea sin pies ni cabeza. Vos dijiste: inhumana. Porque ayer estabas en uno de tus días de erizo volcánico. Así que me contaste algunas mentiras y verdades y recuerdos y olvidos, mientras yo me preguntaba si todo eso que me decías era un "a veces" y quería creer que era un "siempre". Y quería un "siempre" porque de vez en cuando se me da por tener un apetito de dioses.
Y mientras vos me contabas del principio y el fin del verbo y de las palabras desbocadas, yo pensaba que toda palabra es precedida por la música. Porque no hay palabras sin música, aunque sí hay música sin palabras. Porque las palabras cuando se hablan y cuando se escriben, se llenan de sonidos, de silencios, de tonos y de acentos. Así que vos hablabas del cansancio cansino, de las horas de trabajo acumuladas en rutinas estrechas, del perro que ladra adentro pero no muerde. También hablabas de otros tiempos, de tiempos sin tiempos y tiempos anacrónicos y tiempos sin relojes. Del ayer enterrado y no recuperable, de la fosforescencia de los viejos recuerdos. Y yo escuchaba atentamente cada sonido perfecto enhebrado uno atrás del otro a pesar de tu cansancio, a pesar de tus movimientos imperfectos y un poco estériles. Escuchaba las letras estirarse y desperezarse, inflando globos para luego pincharlos y todo eso como piñatas algo rezagadas. Y todo lo que escuchaba tenía algo de música y, la música, me dije secretamente a mí misma, es cuestión de dioses. Porque hay músicas eternas y músicas perfectas. Tan perfectas que llevan a construir enormes santuarios donde mucha gente se junta adorarla. Otro alguien dijo que la música no tiene fronteras. Las tienen los idiomas y los dialectos pero no los sonidos que desconocen el encierro porque están hechos para abrirse como se abre una naranja al sol en pleno verano de entre ríos.
Los sonidos guardan muchas cosas, reminiscencias de otros tiempos, de otras vidas, de otras especies; el hecho es que la mayoría de las veces no lo sabemos o sabemos sólo de algunos. Porque la memoria es rara y tiene sus propias y misteriosas maneras de obrar. Caprichos y humores que la tiñen y destiñen según temporadas, como un terreno de arenas movedizas. Y hay que andarse con cuidado porque uno nunca sabe aunque crea saber.
Un tambor te destripa adentro mientras las astillas del palo de lluvia se clavan en la pulpa de cada dedo temblando en el aire. La impresión en el mapa del recuerdo se erosiona, lo que antes eran montañas se vuelven valles y mesetas excitadas, de ojos tuertos y pinturas en el lomo negro recostándose alrededor del fuego. El tiempo se reencarna en figuras esotéricas y una masa anónima de seres se congrega alrededor del misterio de la chispa, de la vibración de los órganos olvidados de la prehistoria. Cargo mis genes, los enchufo a la cadena de la involución. Después de todo, tu perro cansino, mi apetito de dioses, no hacen más que resucitar nuestros animales inextintos.

martes, 7 de septiembre de 2010

Diapasón (c).

1.
Las bellas durmientes
despiertan sus bocas
encantadas.

2.
El diapasón marca un pulso.
Suspendida en el agua,
la tarde vibra.

3.
Caminan sonámbulas
frente al río espejado
donde se sientan a mecer
sus niditos vacíos.

4.
El ovillo de lana alrededor
del cuerpo. Cuelgan de los árboles,
espléndidas crisálidas:
vestiditos olvidados en el piso
después de un largo sueño.

5.
Despiertan las bellas
del letargo terrestre
con tortugas de agua
como pantuflas un poco hinchadas
en cada pie, transitan de este
a o-este, la fragilidad
de cualquier horizonte humano.