jueves, 25 de septiembre de 2014

Pronóstico reservado

Bianca está enferma hace una semana. La veo decaída. Ignora con descuido los bollitos de aluminio que le dejo -simulando descuido- sobre la mesada de la cocina. Hasta el pelo parece que lo tiene más opaco. Pasa las esquinas con la cabeza gacha y despacio, como si temiera encontrarse con su sombra. Durante las tardes se queda quieta. Parece una esfinge condescendiente, dejándose tocar por los últimos rayos de sol que dan frente a la ventana. Eso sí, con los párpados cerrados.
La llevé al veterinario ayer a la tarde. Tiene unos bultitos alrededor del cuello. "Un tumor", me dijo sin levantar la vista. Y desprecié esa miseria humana. Ese quitarle a uno los ojos, ese quitarle a uno el único gesto capaz de devolverle a tierra y atenuar los malos pronósticos. En cambio siguió aclarándose a sí mismo. Que no se sabe cuánto tiempo le queda. Que no hay nada para hacer. “Solo mimos”, dijo y la miró a los ojos, a ella, no a mí, y se fue a la caja.
Hoy le di una cucharada de helado de vainilla, su favorito, mientras mirábamos el telediario al mediodía. Lo olisqueó un ratito, frunció la nariz, movió los bigotes y se fue yendo para atrás. Como si pudiese volver hacia atrás. Tanto yo querría. Después, se acurrucó en el sillón y quedó enroscada. Apenas empezaba a hablar un político, levantó un poco las orejas. Pero enseguida volvió a su hermetismo. Puse la televisión en mute para que no nos ericemos. Ya estamos las dos cansadas de escuchar voces muy altas que dicen tan poco. Puedo imaginarme lo que va a decir, lo que van a decir, todos ellos de los caídos en la guerra. Me gustaría poder dar vuelta la cabeza como Bianca, no entender esta lengua, que de hecho, ya casi no entiendo. No entender de qué tanto hablan. Y lo veo gesticulando igual, aunque en mute parece que le va a dar un soponcio de tanto agitarse en un río de monedas vencidas. En mute. Como están los muertos. Los de casquitos perdidos en islas remotas, los cableados en noches de picanas eléctricas y sangre colándose entre la comisura de los labios, los de estallidos salvajes entre los arroyos del retiro, los otros muertos de calle Pasteur, los mutilados por trenes que se oxidan entre tantas memorias que se olvidan, que huelen a hierro de tierra colorada, que suman heridas del color que tiene la carne abierta. Todos estamos en mute. Sólo que los muertos ya no se agitan.