Nunca me gustó vivir o lo que la gente llama vivir. Sí, así en cursiva refleja mejor
ese lirismo tan patético que la gente le imprime cuando te dice: “a la vida hay
que vivirla”. Cada vez que escucho a las personas replegarse como ejércitos a
sus listas en esa cancioncita me da como calambre y los oídos se me ponen mal,
como si escuchara el ruido que producen los cubiertos al rayar un plato.
En sentido estricto, desde que entré en la
adolescencia odié la vida. La odié porque nunca funciona como se supone que
tiene que funcionar. Como uno espera que funcione, lógicamente hablando. Por
eso me dediqué a diseñar cubículos perfectos en mi mente. Verán, uno arma ideas
de la vida o de cómo quiere que se desarrolle una secuencia de eventos, pero en
sí, la vida, esa cosa que pasa a través y a pesar de nosotros, siempre hace lo
quiere. ¿Qué es la vida sino la absurda suposición de eventos fortuitos en los
que uno pretende tener un poco de protagonismo?
Cuando era chico siempre me fascinaron los
juegos de ingenio. Del mismo modo que adoraba la lógica, despreciaba cualquier
juego de azar. Esas partidas de cartas o de dados que nada tienen que ver con
el ejercicio, con la disciplina mental, con el sutil equilibrio que emplea, por
ejemplo, un ajedrecista al contemplar las infinitas posibilidades de una
jugada en su sola mente hasta decidirse por un movimiento. Un auténtico gesto
de la voluntad individual, expresado en un único desplazamiento de la mano en
el espacio. Jaque. Esa era mi especialidad. Ganaba todas las olimpíadas y
campeonatos de ajedrez, era el mejor del barrio, y el mejor de la ciudad para
mi edad.