domingo, 8 de junio de 2014

Las formas perfectas

Nunca me gustó vivir o lo que la gente llama vivir. Sí, así en cursiva refleja mejor ese lirismo tan patético que la gente le imprime cuando te dice: “a la vida hay que vivirla”. Cada vez que escucho a las personas replegarse como ejércitos a sus listas en esa cancioncita me da como calambre y los oídos se me ponen mal, como si escuchara el ruido que producen los cubiertos al rayar un plato.
En sentido estricto, desde que entré en la adolescencia odié la vida. La odié porque nunca funciona como se supone que tiene que funcionar. Como uno espera que funcione, lógicamente hablando. Por eso me dediqué a diseñar cubículos perfectos en mi mente. Verán, uno arma ideas de la vida o de cómo quiere que se desarrolle una secuencia de eventos, pero en sí, la vida, esa cosa que pasa a través y a pesar de nosotros, siempre hace lo quiere. ¿Qué es la vida sino la absurda suposición de eventos fortuitos en los que uno pretende tener un poco de protagonismo?
Cuando era chico siempre me fascinaron los juegos de ingenio. Del mismo modo que adoraba la lógica, despreciaba cualquier juego de azar. Esas partidas de cartas o de dados que nada tienen que ver con el ejercicio, con la disciplina mental, con el sutil equilibrio que emplea, por ejemplo, un ajedrecista al contemplar las infinitas posibilidades de una jugada en su sola mente hasta decidirse por un movimiento. Un auténtico gesto de la voluntad individual, expresado en un único desplazamiento de la mano en el espacio. Jaque. Esa era mi especialidad. Ganaba todas las olimpíadas y campeonatos de ajedrez, era el mejor del barrio, y el mejor de la ciudad para mi edad.

Con el tiempo, ese desafío que sentía en cada partida comenzó a desteñirse, como a deshilacharse. La idea de competir con otros me resultaba extremadamente ingrata, incluso la idea de asistir a todos los inconvenientes que tenían esos campeonatos me desagradaba. Cada vez más me fui interesando por imaginar formas imposibles, vicio que me obsesionaba desde que tengo uso de razón. A lo que le llamaba: armar cubículos en el aire. Los cubículos de aire son el equivalente de los espacios de aire luz que hay en los edificios. Solo que a diferencia de los de los edificios, los cubículos no se caracterizan por tener formas cuadradas sino combinaciones de ángulos que a cualquier matemático le parecerían obscenas. Zonas donde, hasta el día de hoy, me puedo mover libremente, sin el peso del cuerpo, sin el peso de la gravedad, sin el peso de mis congéneres, ni del mundo y de sus vaivenes.
Lo único que crispa a los cubículos son los graznidos de hembras y machos que se cuelan entre las persianas del departamento. Pero peor aún, son los gritos de insectos desaforados que se filtran por un gol de cuarta que ni siquiera hicieron ellos. Los típicos rugidos al pulmón de manzana los sábados y domingos por la tarde, expresión máxima del juego jugado por otros, de la miseria de los que dicen “a la vida hay que vivirla” alabando victorias y proezas ajenas.
Por suerte no me dejo llevar. Practico la mecánica más rudimentaria ajustándole la tuerca a cada uno de mis tornillos diariamente. Los aceito. Los calibro. En la realidad hago objetos de madera y de metal, perfectos aunque claro, perecederos. Dedico lo que puedo de mi libre albedrío a hacer juguetes, la mayoría, de ingenio. Cubos mágicos, 4 en línea, rompecabezas de todo tipo, tangram, poliedros, zenkus, juegos de encastre y muchos otros. Mis preferidos son los de encastre, pero los de la línea de encastre avanzado. Los que tienen un trabajo de tallado tan perfecto y minucioso que la pieza no podría encajar en ningún otro lugar ni de ninguna otra manera.
Muchos de los juegos que hago los compran los chicos. Y otros muchos, viejos que ocupan lo que queda su tiempo libre como pueden. Los chicos, o más bien, los padres los compran para que sus hijos aprendan algo que nunca pasará pero que a todos desde que nacemos nos enseñan a adorar: la lógica. La causa-consecuencia. Si yo muevo esta ficha, entonces el juego tendrá una solución. Si yo pongo esta pieza en este lugar y de esta manera, entonces encajará. Si planifico una acción, entonces sucederá.
Los viejos tienen otras razones que particularmente me resultan de lo más misteriosas. Supongo que algunos lo hacen para ejercitarse. Para ejercitar sus manos, su cabeza, sus neuronas. Otros para agilizar la memoria y la atención. Y aún otros por el simple hecho de repetir ese deseo, eso que siempre se buscó y nunca se encontró. O no del todo. O bien esquivo. Pero ahí está el juego para salvarle las papas a los malos ratos de la vida. Y quién sabe si la vida o el juego están en lo cierto. Tal vez si el juego nunca hubiese existido, tal vez entonces pudiésemos esperar otra cosa de la vida. Pero alguien ya se encargó de tirar los dados antes que nosotros, y desde el momento x en que los dados rodaron, todo el resto también. 
Por eso a mí que no me vengan con cuentos de lo maravilloso de la adrenalina del vivir. Del éxtasis de la incertidumbre. De lo excitante de la improvisación. Yo prefiero mis cuadrados y mis esferas fantásticas y perfectas, donde todas las piezas siempre encajan, donde el barniz de la madera brilla y el metal se siente frío entre los dedos. 
Yo prefiero mis cubículos de aire donde una habitación puede tener un techo inclinado hasta el absurdo y no derrumbarse, donde la luz flota tranquila entre los espacios y no hay ninguna calma que anteceda a ningún temporal. 

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