viernes, 28 de marzo de 2014

Bajo la lupa

Si los días de verano son largos, los días de verano de la infancia son eternos. Un viaje a la costa es un “merecido" paseo a los treinta pero a los cinco, cualquier paisaje visto más de un rato, se transforma en una sucesión de curvas, rectas y lomadas interminables, que vos ves pasar -quieto, inmóvil y mortalmente aburrido- desde la ventanilla del auto.
Cuando sos chico todo lo ves como si tuvieras en cada ojo una gran lupa minimalista. Tiempo y espacio son gigantes vaporosos, apenas reconocibles. Como una casa de techos altos donde el eco de las voces produce fantasmas elásticos de aires sospechosos que acechan la noche antes de que venga el ratón Pérez, antes de ese viaje tan esperado, o antes de que lleguen los reyes magos. De ese punto a esa parte, hay una eternidad que se mide por la amplitud del deseo. Deseo de agarrar al ratón infraganti, deseo de llegar a la playa o de que llegue el día de tu cumpleaños.
Dos recuerdos se me vienen a la cabeza. Uno, tendría unos seis años. Estaba acostada en la cama cucheta de arriba en el cuarto que compartía con mi hermano. Ese día alguien me había dicho que los tiburones medían como tres o cuatro o hasta, capaz, cinco edificios. La idea reverberaba en mi plano imaginario, como los círculos que deja el sapito en el agua amarronada. No podía dormir pensando en que tal vez a los tiburones se les diera por invadir el río Uruguay y llegaran a la ciudad donde vivía. Trataba de representarme un animal de semejante tamaño: contaba uno, dos, tres, cuatro y apilaba, uno, dos, tres edificios. Y después pensaba en el tamaño de rascacielos que nunca en mi vida había visto. Porque otro alguien, en la misma conversación había respondido que las orcas eran del doble del tamaño que los tiburones. “-Como cuatro rascacielos”, había dicho. Rascacielos. Y la sola palabra, me daba escalofríos desde los hombros hasta la punta de los pulgares. Imaginaba todo muy grande y ya los nervios me entraban por la panza y el estomago y era terrible, tan terrible que tenía que bajarme de la cama cucheta, revisar todo el cuarto, e ir al baño para asegurarme de que la luz estuviese bien prendida. Hasta el día de hoy, sigo representándome sombras más oscuras en las paredes del cuarto oscuro al dormirme, ballenas y  orcas y tiburones muy grandes, pero nunca tan grandes como eran cuando era chica.
El otro recuerdo era el clásico de todos los veranos. Pasado diciembre, pasado enero, y regulando febrero empezaban las ansias porque llegara marzo. Entrada la época aguerrida del carnaval donde las cuadras se hacían larguísimas esquivando bombuchas descaradas procedentes de cualquier balcón, esquina o bici, en esa época pensaba y me decía una y otra vez: “falta poco, falta poco, falta poco”. Quería marzo porque quería ir al cole, reencontrarme con mis compañeras de curso, ir al taller de plástica, o hacer cualquier otra cosa que fuera divertida. Las vacaciones lo eran pero resultaban excesivas para mi ánimo de hormiga. En la última semana antes de empezar las clases, cuando tenía todos los útiles preparados, la mochila lista, los lápices marcados con las iniciales de mi nombre, me entraba el insomnio. A la noche, cuando todos ya estaban durmiendo, y se suponía que debía estar haciendo lo mismo, me quedaba reverberando en cómo iba a ser ese primer día y la nueva maestra y si iba a haber nuevos compañeros y ya también pensaba a qué íbamos a jugar en el recreo y en la supermerienda que me iba a comprar y así, empezaba imaginar todos los detalles de ese día y cada detalle que sumaba, era un nuevo pellizco sobre mi panza. Los pellizcos se duplicaban cuando escuchaba las agujas del reloj sonando al lado, hasta que decidía sacarle la pila, calmar mis cosquillas, y decirme a mi misma que todavía faltaba mucho para empezar, que había que poner la cabeza en blanco y negro y no estar tan emocionada.
En esas noches, todo mi pequeño mundo era inconmensurable. Como los ecos de la pileta trepando por las paredes del club para sorprender a los peatones que caminan por la vereda lindera. Los alaridos de ecos lejanos, el zorro al agua que siempre va y va y va.
De mi infancia tengo pocos recuerdos fotográficos. Una zona vaporosa, que sin embargo, ante determinados sonidos se despierta nostálgicamente. Sí. La infancia a mi me viene en sonidos o en olores, más que en imágenes. Como si la primera memoria, la más primitiva, se conservara en notas auditivas y olfativas. En clave canina. Un marco polo ciego que se mueve por un territorio desconocido, entre olores y sonidos y una percepción a fuego distorsionada. 

lunes, 10 de marzo de 2014

Extravío

Hoy Pablo golpeó la puerta del baño. La golpeó tres veces, las conté. Primero, una y un “mamá”. Luego dos y un repiqueteo de los nudillos acelerando el ritmo, como levantando temperatura. Y tres, y dijo: “Vamos, mamá. Hace media hora que estás adentro". Y luego, que "estoy preocupado". 
Entró sin más, sin esperar o esperando poco o esperando demasiado. Todo depende desde donde se lo vea. Yo seguí sentada en el inodoro. En la misma posición. Sin mover un músculo. De frente al espejo. Un espejo que insistía en mostrar una cara demasiado actual, ríspida, avejentada, nerviosa. Eso sí, desde donde se la mirara.
“No recuerdo mi cara”, le dije. No recuerdo cómo era mi cara.
“La estuve examinando cuidadosamente, por acá, por allá y no, no la recuerdo. Cómo eran mis ojos, mis pestañas, mi boca, mis dientes, mi nariz. Estoy segura de que yo no era así. Que yo era otra, que tenía otra mirada, otra forma en las cejas, otras orejas, otra presión en los labios”.
“Antes, ¿cuándo?”, pregunta como si importara.
“Antes”, respondo. 
“Antes, hace veinte años, treinta años, cuarenta años: antes”.
“Claro mamá, claro que tenías otra cara”. Me dice así, dando una palmadita en los hombros y queriendo encontrar los ojos. Mis ojos. Estos que son ahora pero que no eran antes de la misma forma.
“Pero no la recuerdo”, insisto. 
“Me toco, me estiro la piel frente al espejo, aprieto los labios, abro los ojos lo más que puedo y no me acuerdo. No me encuentro. ¿De quién es esta cara? No puede ser mía”.
“La tuya mamá”, asegura. La mía. Mi cara.
“Voy a traer fotos”, dice. Y yo oigo su voz apresurada, intranquila, como cuando se le perdía uno de sus playmobiles y revolvía todo el cuarto buscándolo. Chiquito. Chiquito tembloroso de mamá.
Anda, anda a buscar el playmobil, ya va aparecer Pablito, quiero decirle. Pero las palabras ya no salen por esta boca que no es mía.
“Acá mirá, esta sos vos. Vos a los seis, a los quince, acá estás con papá, acá cuando me recibí...” y va pasando foto tras foto. Recuerdos en los que apenas me reconozco. Y si soy yo, quién es esta.
No quiero ver esas fotos, esas fotos que no me dicen nada de mí. Quiero que las deje en paz y vaya a buscar su playmobil. Sólo, sólo quiero verme a mí. Es injusto. Era yo después de todo. Era una parte mía. Me pertenecía. Es como si alguien se llevara algo muy tuyo fuera de vos y ya, ya no lo tuviera más, ¿entendés? Algo muy tuyo y que no lo tuvieras más. Para qué quiero una foto. Me quiero a mí. Me quiero ver a mí ahora pero no a la de ahora. A todas mis “mis”.
Anda, anda buscar tu playmobil Pablito, buscalo por favor. No quiero fotos. Nada de fotos. Sólo trae el playmobil.
Pero las palabras se resisten dentro del paladar. Como clavadas entre la campanilla y la lengua, que ya no se estira. Que no se desenrolla. Que no responde.