Se pueden narrar las
ausencias. En forma de golpecitos que vienen desde una allá. Desde donde no se
regresa. Contar, por ejemplo, que los veranos eran casi eternos y nostálgicos.
Y que a las noches las arrastran interminables filas de hormigas que no cesan en
su hacer. Todo, en el aire, puede ser presa y cazador. Cada gesto, cada olvido,
cada cuerpo perdido se referencia en un ayer que no es más que un cúmulo de
mañanas formadoras de un cuerpo. María Aranguren nos trae a la memoria
esquirlas encajadas en un pedacito de infancia que nos duele. Esa misma que, a
la vez, nos propone arrancarlas sin elementos de cirugía. Contar hasta cien,
tirarse en el pasto a comer confites, juntarse con la piojosa del grado, descuartizar
una rata. Todas trampas invisibles para atraparnos y, esta vez, ser presas en
esta cacería. Una prosa nuestra, aprehensible, que nos acerca a lo nuestro,
funciona como un arma. Que está allí, al alcance colgada a la par del trofeo
para que en cualquier de repente pasemos de presa a cazador. Cacerías en la noche hace que nosotros,
lectores, experimentemos esa mutación casi sin notarlo, en una quietud del
tiempo que nos acuna desde niños.
Franco Rosso