miércoles, 23 de marzo de 2011

El mundo abajo

Nunca te conté lo mucho que me gustan las tormentas. No te conté muchas cosas pero esa, creo, es algo memorable. El gusto por las tormentas. Capaz que si te lo hubiese contado ahora te estarías acordando de mi primera persona del singular. Capaz. Al menos, podría pensar que capaz, con la excusa de la tormenta interviniendo a mi favor, te estarías acordando. Yo me acuerdo de vos, sin necesitar la mediación de ninguna excusa. Así de simple. No es que sea una elección libre. No lo es. El filtro mental está agujerado, eso sí es. Todo se ha vuelto muy explícito en mi cabeza y ninguna idea se ruboriza al colarse sin golpear la puerta. Simbólica puerta, claro está.

Ahora la tormenta viene. Es domingo por la noche. Me gustaría que me dijera algo, de la tormenta estoy hablando, aunque suene raro. Sí, me gustaría que me diga algo. Nada extraordinario, sólo algo como un gesto de saludo entre dos viejas conocidas. Un reconocimiento.
Espero. Me vuelvo a mi lugar de casi siempre. Abro el cuaderno y doy vueltas las páginas. Mientras espero, no se me ocurre nada mejor que escribir o dibujar mi espera. Porque sí, porque da lo mismo que espere de brazos cruzados o que me ponga a hacer acupuntura china sobre el papel y, ante el "da lo mismo", siempre elijo alguna acción, un cambio aunque más no sea de posición en el espacio: mover la muñeca, los dedos, los ojos. Por más inútil o intrascendente, así sea rayar de arriba abajo toda una hoja o fumar diez cigarrillos seguidos mientras busco alguna frase perdida entre los libros. Lo que sea con tal de olvidarme de que espero, que siempre estoy esperando.
La descarga del cielo sobre la tierra, eso es algo que me gusta de las tormentas. El agua. El viento. Las puertas que azotan. Los llamadores de ángeles de los vecinos alborotados. El ruido del trueno como si se partiera el mundo en dos, como si no hubiera nada antes de ese gran ruido. Y los relámpagos. El mundo abajo. Eso, vaya a saber uno porqué, me gusta. Sobretodo esa sensación de que el mundo podría venirse abajo. De que no hay nada en el mundo que haga pensar en su perpetuidad o inmortalidad. De lo más contrario, pareciera que el mundo va acabándose de a poco. A cuenta gotas. Eso dicen algunos científicos: que el mundo podría destruirse. En otros términos pero que, en resumidas cuentas, va a lo mismo. Así que la hipótesis de que el mundo bien podría destruirse en una noche de tormentas tiene su encanto, aunque para los científicos sea improbable no tiene que ser, necesariamente, imposible.
El mundo abajo, mientras un cable flojo se sacude solo en la calle. Un cable pelado. Eléctrico. Nadie pasa por ahí. Es un callejón que está en mi cabeza. Ese cable hace cortocircuitos de vez en cuando. Descarga sus miserias sobre el suelo. No piensa, no está hecho para pensar. Tampoco recuerda ni olvida. Ese cable es.
Yo a veces soy, otras estoy o estuve o estaré. Mis tiempos me fabrican, por eso distingo el cable, aprecio su estática. Ahora siento que es tarde, que la tormenta se va calmando. Siento que podría tener mil años abajo de lluvia. Arrugarme entera. Y mientras el agua va entrando por la ventana abierta, moja el piso, una zona húmeda se dibuja en las baldosas rojas y me apuro a apoyar los pies. Me acuerdo de la galería mojada en la casa de la abuela, de pasar el trapo de piso para que nadie se resbale después de la lluvia. Me acuerdo que eso era siempre divertido. Antes, era siempre. Me acuerdo de nuevo de vos y del cable. La espera, entretanto, se me olvida. Bostezó, una abeja perdida zumba cerca del ventilador.
En mi sueño el cable sigue tieso y feliz. Vos no estás, pero la tormenta es la que espera.